CREÍA QUE MI PADRE ERA DIOS
Danny Kowalski.
En 1952 mi padre dejó su empleo en la Ford para trasladarnos a Idaho y abrir allí su propia empresa. Sin embargo, contrajo la polio y tuvo que estar seis meses en un pulmón de acero. Después de otros tres años de tratamiento médico, nos mudamos a la ciudad de Nueva York, donde mi padre consiguió, por fin, un trabajo como vendedor en la compañía automovilística inglesa Jaguar. Una de las ventajas del nuevo trabajo era que le daban un coche. Era un Jaguar Mark ix en dos tonalidades de gris, el último de los modelos redondeados y elegantes. Era uno de esos coches que parecían salidos del garaje de una estrella de cine.
Yo estaba matriculado en el San Juan Evangelista, un colegio religioso del East Side, que tenía un patio de recreo asfaltado y estaba separado de la calle por una alta valla metálica.
Todas las mañanas, antes de ir a trabajar, mi padre me llevaba al colegio en su Jaguar. Hijo de un herrero de Parson, Kansas, estaba orgulloso de su coche y creía que yo estaría igualmente orgulloso de que me llevase en él al colegio. A él le encantaba aquel tapizado de piel auténtica y las mesitas de nogal empotradas en los respaldos de los asientos delanteros, sobre las que podía acabar de hacer mis deberes.
Pero a mí el coche me daba vergüenza. Después de tantos años de enfermedad y de deudas, era muy probable que no tuviésemos más dinero que cualquiera de los otros niños de la clase trabajadora de origen irlandés, italiano o polaco que iban al colegio. Pero teníamos un Jaguar, y, por lo tanto, bien podríamos haber sido de la familia Rockefeller.
El coche me distanciaba de los otros chicos, y especialmente de Danny Kowalski. Danny era lo que, en aquella época, llamaban un delincuente juvenil. Era delgado y tenía un pelo rubio y abundante que se peinaba con gomina y fijador formando un tupé como un tsunami. Llevaba unas botas puntiagudas y relucientes, que solíamos llamar "trepadoras puertorriqueñas de alambradas", el cuello de la chaqueta siempre levantado y el labio superior curvado en una estudiada mueca de desprecio. Se rumoreaba que tenía una navaja automática, quizá incluso una pistola de fabricación casera.
Todas las mañanas Danny Kowalski me esperaba en el mismo lugar junto a la alambrada del colegio y me miraba bajar de mi Jaguar gris de dos tonalidades y entrar en el patio del colegio. Nunca dijo una sola palabra, sólo me observaba fijamente con una mirada despiadada y furiosa. Yo sabía que él odiaba aquel coche y que me odiaba a mí y que algún día me iba a dar una paliza por ello.
Dos meses después murió mi padre. Por supuesto que nos quedamos sin el coche y enseguida tuve que mudarme a vivir con mi abuela a Nueva Jersey. La señora Ritchfield, una anciana vecina nuestra, se ofreció a acompañarme al colegio el día siguiente al funeral.
Aquella mañana, cuando nos acercábamos al colegio, vi a Danny junto a la valla metálica, en el mismo sitio de siempre, con el cuello de la chaqueta levantado, el pelo perfectamente peinado y las botas bien afiladas. Pero esa vez, al pasar a su lado en compañía de aquella frágil viejecita y sin ningún coche elitista inglés a la vista, sentí como si el muro que nos separaba se desplomase. Ahora era más parecido a Danny, más parecido a sus amigos. Por fin éramos iguales.
Aliviado, entré en el patio del colegio. Y ésa fue la mañana en la que Danny Kowalski me dio una paliza.
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Charlie Peters Santa Mónica, California
(Relatos recopilados por Paul Auster)
(Este proyecto de Paul Auster, editado por Anagrama, consiste en una antología de cuentos reales, enviados por su público radiofónico bajo la premisa de que no hay mejor fabulador que la realidad)
Imagen: Ronald Bowen
Entrada de Celia VC
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