viernes, 23 de septiembre de 2011

LA NARIZ DE DARWIN


Mirando el escaparate de una librería me llamó la atención un libro cuya portada representa un sonrosado pulpo y cuyo título es LA NARIZ DE CHARLES DARWIN Y OTRAS HISTORIAS DE LA NEUROCIENCIA. Me pareció un libro sugerente y naturalmente de lectura casi obligada. No obstante al buscar en Internet referencias con este título me encontré con el blog Cienciaes.com y en el mismo un relato sobre el apéndice de Darwin que me parece interesante. Y dice así:
Una nariz pudo haber cambiado el ritmo de la historia y de la ciencia. El apéndice nasal al que me refiero pertenecía a un hombre que nació hace 200 años, que publicó el libro más polémico de la historia hace 150 años y que, aún en nuestros días, levanta ampollas entre los que, por su cabezonería, han perdido el olfato necesario para reconocer la evidencia. Entre estos últimos estaba Robert Fiz-Roy, un joven que en 1831, a sus 23 años, había logrado el rango de capitán de un barco de nombre Beagle.

Cuando a Fiz-Roy le presentaron a Charles Darwin, apenas un año más joven que él, se fijó en su nariz. En aquellos tiempos la afición de moda era la frenología, una teoría que afirmaba que es posible determinar el carácter y los rasgos de la personalidad, incluidas las tendencias criminales, basándose en la forma del cráneo, cabeza y facciones. La primera impresión fue desastrosa: la forma de la nariz de Charles era "poco propicia".

Darwin no fue la primera opción para Fiz-Roy, pero se tuvo que conformar cuando la persona elegida decidió no embarcar.

El capitán tenía razón, esa nariz no era de fiar. En lugar de buscar contra viento y marea las señales inequívocas de la Creación, Darwin se dedicó a husmear por los rincones más escondidos de la Naturaleza sin hacer preguntas. A pie, a caballo o a lomos de una mula exploró desiertos de arenas ardientes, escaló montañas y glaciares, desde la Patagonia hasta Australia. Ningún objeto escapaba a su concienzudo reconocimiento, fuese flor, ave o insecto; tantas fueron las muestras recolectadas que sus compañeros se preguntaban si se había propuesto hundir el Beagle.


Las muestras se fueron acumulando en la bodega del barco y, al mismo tiempo, las experiencias fueron dejando un poso de preguntas que se amontonaban en desorden dentro de la cabeza del joven Darwin. En las cimas montañosas de Chile, a 4.000 metros de altura, encontró fósiles de animales marinos, presenció un terremoto que levantó el suelo más de un metro en unos segundos, observó el anillo de vida de los atolones del Pacífico -y elaboró una preciosa teoría que explica su extraña forma-, y fue testigo de la extraordinaria diversidad de vida y su exquisita adaptación a cada medio.

Charles había heredado el olfato de su abuelo Erasmus, es más, fue su ilustre antepasado el primero en escribir sobre evolución en un libro que tituló Zoomonia. Erasmus Darwin había escrito:
¿Sería demasiado audaz imaginar que, quizás millones de eras antes del comienzo de la historia de la humanidad, todos los animales de sangre caliente surgieron de un único filamento vivo, al que la GRAN CAUSA PRIMERA dotó de carácter animal?

El gran logro de Charles Darwin no fue proclamar que la vida había evolucionado, sino identificar el mecanismo evolutivo que permite el nacimiento de nuevas especies: la selección natural. De sus observaciones extrajo varias premisas que le permitieron después construir el edificio de su teoría.

La primera defendía que cada individuo, de cada especie, es diferente -ahora sabemos que cada uno de nosotros tiene su propia carga genética, pero entonces nadie conocía la existencia de los genes-.

La segunda se basaba en un hecho inapelable: todos los seres vivos engendran más vástagos de los que el medio puede soportar. El mundo, cruel por naturaleza, elimina a la mayoría de las crías y sólo unas pocas de cada generación logran sobrevivir y reproducirse.

La tercera es producto de las anteriores: solo los más aptos sobreviven a la selección que impone el medio y transmiten sus ventajas genéticas a los descendientes, los menos aptos mueren sin descendencia y desaparecen. Así funciona la selección natural.

Efectivamente, el capitán Fiz-Roy -un fanático defensor de la Biblia- llevaba razón, Darwin, como indicaba claramente su nariz, inspiraba poca confianza. Por su culpa, el ser humano, hasta aquel momento creado a imagen y semejanza de Dios, dejó de ser una criatura especial para convertirse en un eslabón más de la inmensa cadena de criaturas que han ido sobreviviendo durante la encarnizada lucha por la supervivencia. Un ser que, como las demás especies, ha evolucionando lentamente desde aquel espécimen primordial que, hace miles de millones de años, comenzó la andadura de la vida.

Naturalmente la introducción me ha creado una espectación sobre el libro de Jose RAmón Alonso que me hace incluirlo en objetivo lector inmediato y casi urgente.
FUENTE:http://cienciaes.com/biografias/2009/07/03/la-nariz-de-charles-darwin/

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