viernes, 7 de abril de 2017

UNA FORMA DE FELICIDAD



Daniel Pennac publicó en 1992 un ensayo titulado  Como una novela en el que insertó diez condiciones o derechos del lector que son estos diez:

- Derecho A no leer.
- Derecho A saltarnos las páginas.
- Derecho A no terminar un libro.
- Derecho A releer.
- Derecho A leer cualquier cosa.
- Derecho Al bovarismo.
- Derecho A leer en cualquier parte.
- Derecho A hojear.
- Derecho A leer en voz alta.
- Derecho A quedarnos callados.
El artículo que Cristian Vázquez publica con fecha 28 de Marzo  en Letras Libres me parece estupendo y me permito reproducirlo tal cual. Si algún problema existe por tal reproducción lo retiro inmediatamente. Sólo pretendo hacerlo extensivo en la medida de mi modesto y desapercibido blog.


Afirma Daniel Pennac que los lectores “nos permitimos todos los derechos, comenzando por aquellos que negamos a los jóvenes a los que pretendemos iniciar en la lectura”. Y es que el autor trabajó durante muchos años como profesor de literatura en escuelas medias y se proponía, con textos como este, que los adolescentes pudieran abordar la lectura con placer, que la tomaran como una aventura personal fruto de su propia elección; en suma, que dejaran de sentir rechazo hacia la lectura. Con humor y claridad, Pennac describe en una escena esa fobia de los jóvenes ante los libros:
Y ahí le tenemos, adolescente encerrado en su cuarto, delante de un libro que no lee. Todos sus deseos de estar en otra parte crean entre él y las páginas abiertas una pantalla glauca que enturbia los renglones. Está sentado ante la ventana, la puerta cerrada a su espalda. Página 48. No se atreve a contar las horas pasadas a la espera de esta página cuarenta y ocho. El libro tiene exactamente cuatrocientas cuarenta y seis. O sea quinientas. ¡500 páginas! Páginas llenas de renglones comprimidos entre márgenes minúsculos, párrafos negros amontonados entre sí, y, aquí y allí, el favor de un diálogo: un guion, como un oasis, que indica que un personaje habla con otro personaje. Pero el otro no le contesta. ¡Sigue un bloque de doce páginas! ¡Doce páginas de tinta negra! ¡Te ahogas! ¡Oh, cómo te ahogas! ¡Puta, joder, mierda de libro! […] Página cuarenta y ocho… ¡Si se acordara, por lo menos, del contenido de las cuarenta y siete primeras!


Una web llamada TES, que reúne a una comunidad de casi 8 millones de maestros y profesores de inglés de todo el mundo, elaboró hace un par de años un listado de cien libros (en inglés) que los jóvenes deberían leer antes de terminar la secundaria, a partir de encuestas entre docentes de ese nivel escolar. Los resultados arrojan algunas curiosidades. Por ejemplo, la ausencia de Shakespeare. O la presencia, en el puesto número 5, de la saga completa de Harry Potter. O la de El curioso incidente del perro a medianoche (publicado en 2003), de Mark Haddon, en el undécimo lugar. O El niño con el pijama de rayas (2006), de John Boyne, un escalón más abajo, mezclados con apellidos como Dickens, Bronte, Salinger y Orwell. Y eso si hablamos solo de los primeros lugares.
Enseguida surge la pregunta: ¿de verdad se trata de curiosidades? ¿No debería ser acaso normal que estos títulos —que figuran entre los más leídos por los jóvenes en los últimos lustros— sean promovidos por los profesores para estimular la lectura?
Son curiosidades porque históricamente no ha sido así. Las escuelas secundarias han agobiado a sucesivas generaciones con la lectura de libros como el que el adolescente no lee en la escena descrita por Pennac, el cual le genera rechazo por dos motivos: porque es arduo, largo y repleto de “párrafos negros amontonados entre sí”, por un lado; porque es un deber que le han impuesto, y los adolescentes siempre se rebela ante las obligaciones, por el otro. En otro pasaje de Como una novela, el autor francés reproduce una discusión entre un profesor de literatura y su esposa. El primero dice que su deseo es que sus alumnos “desenchufen sus walkmans y se pongan de una vez a leer”. La mujer se lo niega:
Lo que tú esperas es que te entreguen buenas fichas de lectura sobre novelas que tú les impones, que ‘interpreten’ correctamente los poemas que tú has elegido, que el día del examen analicen hábilmente los textos de tu lista…


Juan Domingo Argüelles ha abordado esta cuestión en su libro Ustedes que leen. Controversias  y mandatos, equívocos y mentiras sobre el libro y la lectura, de 2006. Su postura se puede resumir en dos frases. La primera es una cita de la antropóloga francesa Michèle Petit, quien propone no encasillar a los jóvenes, sino “tender puentes para permitir que ellos mismos elaboren sus propios intereses y valores”. En la segunda, Argüelles apunta que “si de veras nos importa compartir la lectura, lo único que realmente funciona ante los adolescentes y jóvenes es contagiarles de un interés auténtico que no desdeñe jamás sus capacidades y las razones de su elección”.
En otras palabras, el objetivo debe ser formar lectores, y no obligar a la lectura de tales y cuales libros porque son clásicos que hay-que-leer. Si a los chicos y chicas se les intenta imponer la lectura del Quijote, La Celestina o La Regenta, lo más probable es que no lleguen abrumados y hartos en la página 48, sino que, directamente, no lleguen de ninguna forma. Y que se queden convencidos de que leer es eso, y que desarrollen una verdadera fobia a la lectura, y que el día de mañana, cuando vean a alguien leyendo, no puedan creer que haya gente que se exponga por su propia voluntad a aquel horror con que a ellos los atormentaron tanto tiempo atrás.
En cambio, si se forman lectores, personas que conozcan el placer de leer, puede que terminen la escuela media sin haber leído muchos clásicos, incluso sin haber leído ninguno, pero querrán a los libros, cuando vean a alguien leyendo sentirán una ligera envidia y, quién sabe, tal vez algún día se les dé por leer el Quijote, La Celestina y La Regenta. Y quizá se deleiten con ellos. O no. Si conocen sus derechos como lectores, se sentirán libres de abandonarlos en cualquier momento, o de saltarse páginas, o de hojearlos y simplemente no leerlos. Como dijo Borges célebremente, decir “lectura obligatoria” es incurrir en un contrasentido: como el placer y la felicidad, la lectura no puede ser una obligación, sino algo que se busque por la propia voluntad.


Cómo formar lectores: he ahí el desafío. Y no solo entre los adolescentes. El mismo Borges hablaba de sus consejos para sus alumnos en la Universidad:
No lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo. Ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una forma de la felicidad […] Si Shakespeare les interesa, está bien. Si les resulta tedioso, déjenlo. Shakespeare no ha escrito aún para ustedes. Llegará un día en que Shakespeare será digno de ustedes y ustedes serán dignos de Shakespeare, pero mientras tanto no hay que apresurar las cosas.
Ya habrá tiempo de leer a Shakespeare: Borges decía lo mismo, unas décadas antes, que la encuesta de la plataforma TES. Para esperar ese momento, los libros de Haddon, Boyne y J. K. Rowling no están nada mal. Si hablamos de literatura en nuestro idioma, podríamos decir que los adolescentes ya tendrán tiempo de leer a Cervantes, a Fernando de Rojas o a Clarín. ¿Qué cien libros en castellano sí tendrían que leer antes de terminar la secundaria? Podríamos organizar una gran encuesta para definirlo. Una encuesta entre lectores que conozcan sus derechos, claro, los cuales quizá podrían resumirse en uno solo, un postulado borgeano que irónicamente tiene forma de obligación: la lectura debe ser una forma de la felicidad.

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